Toti Martínez de Lezea: La maté porque era mía
facebook-etik jasoa – 2018/11/25
Toti Martinez de Lezea-ren baimenarekin
“Al buen y al mal caballo, la espuela; a la buena y a la mala mujer, un señor y, de vez en cuando, el bastón”. Este proverbio del siglo XIV no es sino una expresión del trato recibido por incontable número de mujeres a lo largo de la Historia, apoyado por filósofos, moralistas y legisladores, basándose en los textos bíblicos y aristotélicos. Otro proverbio muy popular: “Buena esposa o fregona, toda mujer quiere zurra”, añadía, un componente masoquista por el que, además, se daba por hecho de que la mujer disfrutaba siendo maltratada y apaleada.
La vida en pareja no es fácil. Según algunos expertos, es incluso antinatural que dos seres permanezcan juntos casi toda una vida. Esto es discutible, pues son muy numerosos los ejemplos de hombres y mujeres que viven años en perfecto entendimiento y cariño, pero nadie negará que la vida compartida requiere cierta dosis de esfuerzo por ambas partes. Lo mejor que pueden hacer dos personas que no se soportan o, simplemente, han dejado de quererse, es separarse, rehacer sus vidas, cada cual por su lado, sin crispaciones, sin insultos, con inteligencia en una palabra. Pero lo que sería una forma normal de actuación no parece serlo para un gran número de parejas que pasan de quererse a odiarse de tal forma que transforman en un verdadero infierno sus vidas y las de sus allegados. ¿Qué ha ocurrido para que una relación que comenzó con amor e ilusión llegue a convertirse en una pesadilla?
No puedo ni imaginarme el dolor de unos padres al recibir la noticia de que aquella niña que tuvieron en sus brazos recién nacida, que llenó sus vidas durante años, a la que vieron crecer y de la que se enorgullecieron cuando se hizo mujer, ha sido brutalmente golpeada, o degollada, o quemada viva, o estrangulada por el hombre que compartía su vida o por su antiguo compañero, pareja, novio o lo que sea. Tampoco puedo imaginarme el dolor de unos hijos e hijas al enterrar a la mujer que les dio la vida, los acunó y veló su sueño, los cuidó y alentó sus primeros pasos en el mundo, y que dicha desgracia la haya causado su propio padre. No hay nada más terrible que la desaparición violenta de un ser querido, y son muchas las causas que pueden originarla y todas igualmente lamentables, pero el caso de la mujer maltratada es de la peor especie; es una tortura que, por lo general, dura mucho tiempo antes de llegar a su desenlace final. Un martirio del cual únicamente tienen conocimiento los familiares más próximos y a veces ni ellos porque la víctima la sufre en soledad; que no es noticia de primera página en los medios de comunicación a menos que no sea especialmente escabrosa, no recibe la atención debida, y tiene que ocurrir lo irremediable para que la sociedad tome conciencia… durante un rato. Después olvida.
Esto no es nuevo. Durante siglos, los moralistas afirmaron que la mujer debía limitarse al hogar, en donde el marido ocupaba siempre un puesto “por delante del resto de la familia”. Las bofetadas eran señal de que ella continuaba en el lugar que le correspondía. Los sermones hablaban, a modo de moraleja, de esposas desobedientes ahogadas, deslomadas, envenenadas por desobedecer a sus maridos. Las leyes reforzaron la subordinación tradicional, las costumbres y los estatutos afirmaron el derecho del marido a castigar a la esposa. Era su tutor y ella estaba “bajo su vara”. En las leyes castellanas de los siglos X al XIII, una “mujer desvergonzada” podía ser golpeada, violada e incluso asesinada, sin que el criminal fuera perseguido. Hasta no hace mucho, no podía entrar sola en un bar ni para beber un vaso de agua; no podía vestir pantalones, bailar “a lo agarrado” si no era con su novio formal, y esto bajo vigilancia. Una mujer sin complejos era tachada de alocada, una universitaria de excéntrica, una deportista de marimacho, una que tuviera relaciones sexuales sin estar casada de puta, y la mujer soltera que había tenido un hijo era condenada al ostracismo. A las violadas se las acusaba de haber provocado a los violadores, las maltratadas que huían de sus hogares perdían su derecho sobre los hijos, y por supuesto sobre cualquier propiedad de la pareja, y a las separadas se les señalaba con el dedo. Los jueces declaraban inocentes a los hombres que mataban a sus mujeres por adulterio, o simple sospecha de adulterio, y a las víctimas ni se les ocurría denunciar a sus maltratadores.
Hoy en día continúan muriendo mujeres a manos de sus maridos, compañeros o exparejas. La fuerza bruta sigue siendo dominante en dichos casos, el “la maté porque era mía” sigue vigente; la mujer maltratada, violada o asesinada es el pan nuestro de cada día, ocupando un espacio, pequeño, en los medios de comunicación. Torturadores de cualquier edad y clase social ejercen la violencia sobre las mujeres en todos los ámbitos, disponen de su vida y libre albedrío en nombre del honor, los celos, la prepotencia, la superioridad masculina inculcada a lo largo de la Historia y, lamentablemente, la sociedad y la Ley reaccionan cuando ya es demasiado tarde.